¿ Qué es la heraldica?
La Heraldica es una de las Ciencias auxiliares de la Historia. En la actualidad debido a los estudios históricos, la
heraldica renace del ostracismo del siglo XIX.
Incluso antes de nuestro nombre, y desde el mismo momento en el que
nacemos, ya tenemos
asignado nuestros apellidos. Muchas personas desconocen cual es el
origen y el significado de una palabra que nos distinguirá, en mayor o
menor medida, del resto de las demás. Para ello está la ciencia de la
heraldica, que se ocupa de describir los escudos de armas.
Una disciplina nacida en el siglo X y que dio lugar a la figura del
Heraldo: oficial que en la Edad Media, tenia a su cargo los registros de
la nobleza. Todos tenemos raíces e historia en nuestro apellido.
Empecemos por la Genealogía. Genea, según la mitología,
es la hija mayor de los fundadores de raza humana. Vivía en Fenicia con Lenus, su
hermano, con el cual tuvo tres hijos, Fos, Pir y Flox, es decir, luz, fuego y llama. Del
nombre de Genea se deriva la raíz del nombre de la Ciencia que nos ocupa. La Genealogía,
-del griego geneá, generación y logos, tratado-, es la ciencia que estudia la serie de
ascendientes de una persona, investigando las ramas ascendentes del llamado Árbol
Genealógico. Bien, esta actividad, de investigación histórica se complementa, en
determinados casos con la heraldica. Pero… ,de dónde parte la heraldica? Veamos,
según la Real Academia, heraldo, es Rey de Armas, pero vulgarmente también se le aplica
la calidad de mensajero o anunciante de alguna nueva. Y esto es precisamente lo que eran
los antiguos heraldos, los portadores de las armas o blasón del señor a quien servían.
La heraldica, pues, es la ciencia que estudia y fija las normas para la correcta
interpretación de los blasones o escudos de armas, -en un sentido asequible para
todos.
Pero todo ello, a su vez, parte de una pregunta vital:
¿Qué es un apellido?
¿Qué significación tiene, qué lo motiva y cuál es su origen?
Generalmente, la respuesta es simple: Nombre de familia con que se distinguen las
personas. Ahora bien, dado que todo, absolutamente todo, tiene un comienzo, no estaría de
más saber cuándo, dónde y en qué momento se originó lo que primero fue costumbre y
luego dato o designación obligatoria.
La respuesta tiene un nombre propio: Roma. Fue en donde, con justicia, se conoce como cuna
de la civilización, surgió el uso del apellido. Con anterioridad, el conocimiento de las
distintas personas se llevaba a cabo únicamente con el nombre y, si acaso, por el mote o
apodo. Así, aquel que poseía un pelo rojo, era designado como «el Rojo», los
detectados por un defecto físico, por este, ‘El Cojo», «El Tuerto», etc.
Así se llegó hasta Roma donde comenzó, como una costumbre, añadir al nombre propio, el
de la tribu o familia a la que pertenecía la persona. (Pronomen y Cognomen). Como
ejemplo, el del propio Tito (nombre propio), al que se añade el pertenciente a la familia
(Livio), componiendo nombre y apellido: Tito Livio.
Pero esta costumbre romana, en un largo período de tiempo, quedó limitada a la nación
donde se originó, dándose el caso que, en el resto de Europa, por espacio de largo
tiempo se continuó con el nombre y el apodo, hasta que a principios de la Edad Media
comenzó a extenderse.
La función del apellido no es sino la de servir de complemento al nombre
de pila para evitar confusiones. En origen, los apodos u otro tipo de
denominaciones hacían el papel de apellido, con distintivos tales como
«Pedro el hijo de Antonio», «Juan el del Puente», «Luis el Zapatero»,
etc. Es evidente que la repetición de los nombres de pila hizo necesario
el uso de un segundo nombre para distinguir a individuos con el mismo
nombre de bautismo. Probablemente, uno de los recursos más antiguos haya
sido el uso de algún apodo o mote además del nombre de nacimiento. Es
interesante observar cómo, sobre todo en las zonas rurales, todavía está
muy arraigada la costumbre de llamar a una persona mediante un apodo, y
es significativo comprobar cómo éstos se heredan. Esta costumbre nos
ayuda a entender mejor cómo se hicieron hereditarios los segundos
nombres o apellidos. La fijación de los apellidos empieza con la
difusión del uso de documentación legal y notarial a partir de la Edad
Media. Los notarios y escribanos medievales empezaron a tomar la
costumbre de hacer constar, junto al nombre de pila de los interesados,
el nombre de su padre, su apodo o sobrenombre, profesión, título o
procedencia. En un principio sólo hallamos documentados los casos de
cargos eclesiásticos o de personajes de la alta sociedad;
posteriormente, el uso de documentos notariales o parroquiales se
extiende al resto de la población, lo que terminará reforzando el uso de
un distintivo que, añadido al nombre de pila, acabará por convertirse
en lo que hoy es el apellido hereditario.
Es probable que el uso del apellido empezara a extenderse a partir de
los siglos XI o XII, cuando el constante empobrecimiento de la
onomástica hizo preciso el uso de un segundo nombre. En la Edad Media,
al igual que ocurre todavía hoy en día, los nombres de pila o de
bautismo respondían a modas y a la necesidad de imitar los nombres de
las clases dominantes, de personajes famosos o de santos muy venerados
(razón ésta muy importante en la Edad Media), lo cual terminó reduciendo
el abanico de nombres escogidos para el recién nacido. En los reinos de
Navarra, León y Castilla, empezó a ser costumbre añadir al nombre del
hijo el del padre más el sufijo «-ez», que venía a significar «hijo de»;
por ejemplo, Pedro Sánchez quería decir «Pedro hijo de Sancho». Esta
costumbre debió limitarse en principio a familias de la alta sociedad,
pero sin duda posteriormente se hizo extensible, por imitación, a
estratos más populares, como se deduce del hecho de que los apellidos en
«-ez» sean en la actualidad los más abundantes en España. Pero no todo
el mundo usó este patronímico; otros usaron simplemente el nombre del
padre en su forma regular, como se ve en apellidos como Nicolás, Bernabé
o Manuel, a veces anteponiendo la preposición «de» para marcar
filiación y también para distinguir el nombre de pila del nombre
patronímico. Pero hubo otras maneras de formar el segundo nombre o
apellido, como la de añadir el lugar de origen o residencia del
individuo, su oficio o cargo, un apodo, etc., como se verá más adelante.
Parece que es entre los siglos XIII y XV cuando empieza a extenderse a
todos los estratos sociales la costumbre de hacer hereditario el segundo
nombre, la que hoy llamamos apellido; no cabe duda de que una familia
propietaria o arrendataria de unas tierras, por pequeñas que fueran,
tenía interés, sobre todo de cara a la documentación legal y notarial,
en hacer constar un nombre hereditario como nombre de familia ligado a
la posesión sucesoria. Por otro lado, sabemos que en la Edad Media las
profesiones solían ser hereditarias, sobre todo en las poderosas
asociaciones gremiales; de esta forma, era fácil que en los documentos
notariales, comerciales o parroquiales el oficio del individuo quedara
adherido al nombre; así, un Pedro zapatero (es decir: Pedro, de oficio
zapatero) le transmitía a su descendencia la profesión, terminando por
convertirse el nombre de la misma en un apellido hereditario, y si las
personas del pueblo heredaban las profesiones, los nobles heredaban sus
títulos, y un Andrés hidalgo o un Javier caballero (es decir, con
títulos de hidalgo y de caballero, respectivamente), tendrían que
transmitirles esos mismos títulos a sus hijos, que terminarían por
apellidarse Hidalgo o Caballero. De todos modos, en la Edad Media la
adopción de nombres y apellidos era un acto completamente voluntario, y
sorprende observar en la documentación medieval que los cristianos
podían llevar segundos nombres musulmanes o judíos, y viceversa, e
incluso los sacerdotes podían ostentar, sin que esto supusiera ningún
problema, apellidos islámicos. Había, pues, libertad casi absoluta en la
adopción del apellido, pudiéndose elegir, entre los de los
ascendientes, los apellidos que más gustaban por parecer más bonitos o
respetables, por motivos de afecto hacia tal o cual familiar, etc. Es
evidente que, a lo largo de tantos siglos durante los que el uso del
nombre no estuvo sujeto a ninguna regla precisa, se produjeron multitud
de formas y variantes, procedentes del gusto o la fantasía de las
personas, del criterio ortográfico de cada notario y escribano, del uso
lingüístico y acento de cada localidad, etc. En el siglo XV ya se hallan
más o menos consolidados los apellidos hereditarios, ello gracias, en
parte, a la obligatoriedad (por iniciativa de Cisneros) de hacer constar
en los libros parroquiales los nacimientos y las defunciones. De todas
formas, conviene saber que, sobre todo en las zonas rurales y entre la
gente más humilde, la norma actual del apellido paterno hereditario no
se fija definitivamente hasta el siglo XIX, en el que la burocracia
estatal empieza a hacer obligatorias las leyes onomásticas. En 1870
surge en España el Registro Civil, que es donde se reglamenta el uso y
carácter hereditario del apellido paterno y donde queda fijada la grafía
del apellido, salvo errores de los funcionarios.
INTERPRETACIÓN HERALDICA DE LAS ARMAS CORRESPONDIENTES A LOS APELLIDOS.
La pregunta para el profano es cuándo y en qué circunstancias, se origina la unión
entre apellidos y armas, mediante el escudo. Y la respuesta ha venido teniendo diversas
argumentaciones, dividiéndose, los autores especialistas en el tema en dos bandos:
Aquellos que se remontan a siglos antes de Jesucristo, sosteniendo que ya griegos y
romanos hicieron uso de escudos y linajes y otros fijan el comienzo de su empleo a la
época de las Cruzadas y los torneos.
A este respecto, un autor de reconocida garantía como García Garraffa, señala en su
obra «Ciencia heraldica o de Blasón»: «Las armas o armerías fueron desde
sus orígenes y hasta el siglo X solamente jeroglíficos, emblemas y caracteres personales
y arbitrarios, pero no señales de honor o de nobleza que trascendiesen a la posterioridad
y pasaran de padres a hijos. Este nuevo significado comenzaron a tomarlo las armerías en
el siglo X y como consecuencia de los torneos, habiéndose regularizado su uso y
perfeccionándose su método y sus reglas en los tres siglos siguientes. No obstante, como
muy acertadamente observa la Gran Enciclopedia en su página 1.136, hasta el siglo XV, con
el advenimiento de los reyes de armas, jueces y heraldos, no pudo desembarazarse la
heraldica de los usos y tradiciones que tendían, desde mucho tiempo atrás, a
constituirla. Fue entonces cuando adquirió las reglas precisas así como un lenguaje
especial que permitiera describir, con la mayor exactitud, sin el auxilio de las figuras,
las armerías más complicadas. En un principio, y durante mucho tiempo, fue la heraldica
un arte esencialmente práctico a los heráldicos profesionales, pero a contar del siglo
XVII, y mucho más en nuestros días, la heraldica ha ido tomando cuerpo entre las
ciencias auxiliares de la historia y su conocimiento viene a ser indispensable al
historiador, al arqueólogo y al biógrafo.
Costa y Turell, en su «Tratado completo de la Ciencia del Blasón» (Barcelona
1.858), dice:
«No debe creerse que el estudio de la ciencia del blasón es sólo útil y exclusivo
para los nobles. Suponerlo sería cometer un grave error. Los historiadores, los poetas,
los novelistas y, sobre todo, los escultores, los pintores y arquitectos, deben saber
blasonar los escudos que les pidan y los que encuentren a su paso. Sin ésto, unos y otros
caerán en los errores más cómicos y deplorables: cómicos cuando estos errores sólo
sirven para demostrar las equivocaciones en esta materia y la ignorancia sobre la misma;
deplorables cuanto pueden contribuir a deformar la verdad histórica».
Blasón y armería son términos heráldicos de igual alcance puesto que ambos responden a
una misma idea y representan las insignias hereditarias compuestas de figuras y atributos
determinados, concedidos por la autoridad o el principe en recompensa de determinado
servicio y como marca o distintivo del linaje premiado.
No obstante, constituiría un error suponer que todos los escudos han sido en su origen
significativos y otra equivocación atribuirles a todos el carácter de una merced regia o
de un premio otorgado por una autoridad soberana. La inmensa mayoría de los escudos,
fueron adoptados, libérrimamente, por los caballeros y sus linajes.
Es claro que en los primeros tiempos y sin existir norma alguna que especificase el uso y
significado de cada elemento, los que aplicaban a sus escudos de guerra o al blasón de
sus casas, figuras u objetos lo hacían a su libre albedrío y sin razón alguna que
justificase, más que de una forma personal, la situación o emblema que se adoptaba. Por
ello, es, en muchos casos, imposible para el heraldista, conocer el por qué de tal o cual
símbolo que figura en determinado escudo, y aún mucho menos la razón de su situación
dentro del mismo, a no ser que con posterioridad, y ya con la intervención de algún Rey
de armas o heraldo, se corrigiese aviniéndose a las normas por las que se rige la
heraldica.